MIS COSAS DE JACA

Estas páginas van destinadas a todas aquellas personas que quieren a su ciudad, como me sucede a mí con la mía, Jaca. Hablaré, pues, de “mis cosas” esperando que alguna de ellas pueda ser también la tuya o, sencillamente, compartas mi afición por “colarme” entre el pequeño hueco que separa la memoria de la historia, lo general de lo particular o lo material de lo inmaterial. Estas “cosas de Jaca” están construidas a base de anécdotas , fotos de ayer y hoy, recuerdos y vivencias mías y de mis paisanos y de alguna que otra curiosidad, que me atrevo a reflexionar en voz alta. No es mi propósito, pues, ocuparme de los grandes temas de los que ya han tratado ilustres autores, es más bien lo contrario: quiero hacer referencia a rincones ocultos, héroes anónimos, huellas olvidadas, sendas por las que ya no se pasa, lugares que fueron un día centro de atención y hoy han sido relegados a la indiferencia, al olvido o al abandono; a unos escenarios donde se sigue representando la misma obra pero con otros actores.

lunes, 25 de abril de 2016

¡¡ Y... LA FIESTA CONTINÚA !! (PRIMER VIERNES DE MAYO)


                 

     Los primeros sombreros con espejos y claveles que recuerdo salían de enfrente de mi casa, en la calle San Nicolás, calle que fue una de las más populosas de Jaca a principios de siglo XX  y que a mediados de siglo todavía conservaba gran parte de la tradición agrícola. El portal, en cuestión,  era el de la casa de “Antonino” de donde salían, vestidos de labradores, Jerónimo y su hermana Antonieta. 





Sombrero de un componente 
de la escuadra de labradores



Estos primeros recuerdos se mezclan con el olor a pólvora y el estruendo de las descargas. Impresionaba ese: ¡Apunten… Fuego! tanto como  la seriedad y concentración del momento, al que seguía una lluvia de virutas de papel que, a modo de serpentinas, quedaban volando por los aires. Eso era lo que  más me gustaba, pero me costaba entender de dónde salían todos aquellos trocitos de papel después del disparo, porque en la cocina de mi casa, más de una vez, le  había ayudado mi padre a hacerse sus propios cartuchos para la caza, y esos cartuchos no se cargaban precisamente con papeles.



 Por aquellos años, principios de los sesenta, la fiesta se iniciaba el jueves al mediodía con los gigantes y cabezudos, cohetes y bombas reales, a los que seguían los alegres pasacalles a cargo de la joven rondalla de las Escuelas Pías, la agrupación musical Santa Orosia, la banda de cornetas y tambores del Regimiento de Galicia  y, ya por la tarde, salían las carrozas de artesanos y labradores, para terminar  con una verbena en la calle de Bellido.
Alejandro Ibarra y Pepe Sancho preparando la salida de la comitiva desde el Cuartel de los Estudios


La primera implicación en la fiesta, como me imagino la de muchos chavales de mi edad, fue conseguir el armamento adecuado para imitar a las escuadras de labradores y artesanos y hacer algo de ruido, para eso había que tener los famosos tiradores, conocidos entre nosotros como “matamoros”. Ya éramos parte de la fiesta o, al menos, así lo debió considerar el Consistorio, cuando en 1961, para promocionar esta costumbre y dar animación a las calles, se repartieron en la puerta del Ayuntamiento algunos tiradores con la consiguiente munición. Lógicamente no hubo para todos y los cogieron los primeros que llegaron. También recuerdo que, en años sucesivos, se hizo algún reparto en la escuela, a condición de devolverlos después. Pero lo bueno era tener tu propio artilugio en propiedad y guardarlo colgado en el cuarto trastero hasta el próximo año. La manera de hacerme con uno no resultó muy difícil. Se daba  la circunstancia de que en la primera casa del barrio de San Juan vivía Paco, el herrero. No puedo recordar el precio de aquél “matamoros“, pero sí el tiempo que esperé pacientemente a que me lo hiciera, a medida, en la única herrería que yo he conocido y que estaba en el callejón de los franceses.
1967.Comida de artesanos en el hotel La Paz. De izquierda a derecha: Isidoro Mairal, Jesús Ayerdi, Joaquín Sanz, Fernando Mairal y Vicente Callizo.




Otra cuestión, y problema económico, era comprar la munición. La  comprábamos en una tienda mágica, una especie de “corte inglés” jacetano, que eran los almacenes “El Siglo”. Allí trabajaba un señor con bata gris, calvo, fumador de pipa, montañero, gran aficionado a la pesca y a la caza y que entendía de pólvora y cartuchos, era el señor Gerardo Pérez. Entre sus labores tenía una que lo unía íntimamente a la fiesta del Viernes de Mayo, pues era el encargado de preparar, de forma manual, los cartuchos que las escuadras de artesanos y labradores dispararían por las calles de la ciudad. Pues bien, a ese mismo señor le pedíamos nosotros nuestra munición: una cajita redonda de metal azul marino, en cuyo interior estaban los ansiados pistones de color cobre, que, colocados sobre la punta del tirador, explotaban al presionarlos contra los adoquines. Por supuesto que los administrábamos correctamente, porque corríamos el peligro de quedarnos rápidamente sin explosivos y los guardábamos para la mejor de las  ocasiones, que no era siempre la de emular a los mayores, sino, más bien, la de sorprender por la espalda a alguna chica guapa del colegio de  Santa Ana.
En el centro, J.Luis Mairal


No tardé muchos años en incorporarme con mis amigos a la obligada tradición del almuerzo  junto a la tapia del  cementerio, en pantalones cortos, y con la nieve todavía presente en el “paco” de Oroel. Por supuesto que el camino,  (de la misma manera que íbamos a la escuela, al río, o a jugar al fútbol al campo del  “Chopo” de los glacis de la Ciudadela o al “Ferial”),  lo hacíamos a pie. Allí vi correr por primera vez, entre las manos de mis amigos y las mías, una bota de vino, haciendo intentos por beber “a gargalé” aquel recio cariñena que habíamos rellenado a granel en bodegas Berges,  al que acompañábamos con un modesto bocadillo de lomo “empanao” o  de tortilla francesa.


  Almuerzo en las proximidades del cementerio; artesanas y artesanos:
 Fernando Mairal, Maita Bailo, Ángeles Barón, Mª Carmen Puente y  Luís Ara.


Había llegado el momento de salir en alguna escuadra, pero parecía que en mi casa el asunto ya estaba ocupado por mis hermanos. Supongo que el hecho de que hubiera una escopeta en casa, del 16, favoreció para que se vistieran de artesanos, primero mi hermano Isidoro y luego Fernando, con un uniforme que, al objeto de hacerlo homogéneo y ante la disparidad de prendas que se mostraban en la vestimenta, fue regulado en 1953 y que consistía en: boina negra con escudo rojo de Jaca, pañuelo rojo al cuello, camisa blanca, faja azul,  pantalón gris y alpargatas de cáñamo. De aquellos años tengo el recuerdo de uno de esos jacetanos que dejan huella, un personaje que nunca faltaba a la cita, me refiero a Raúl Salcedo. También salía vestido de artesano, marcando el paso, mirada al frente,  con aire de legionario,  desfilando con la misma pasión y sentimiento con la que recitaba, mano en pecho, aquellas poesías en la puerta del Ayuntamiento.


 1956. Artesanos desfilando por la Avenida de José Antonio. Al fondo, “Villa Bagatela” (Chalet de Araujo)


Ideado por el entonces concejal de festejos, Armando Abadía, y con la intención de  servir de “cantera” para los danzantes de Santa Orosia, había surgido en 1964 un “palotiau” infantil formado por 22 chavales de entre 11 y 13 años. Ese mismo año, el señor Abadía se propuso dar un nuevo impulso a la fiesta, ampliando la comitiva del desfile a 200 participantes, entre los que incluyó a dicho “palotiau”. En 1968, tras ensayar unos meses en el desaparecido “Templete”, fuimos adiestrados por Santiago Rabal y José Callau y salimos por la Avenida de José Antonio (Primer Viernes de Mayo), causando verdadera expectación. ¡Al fin había conseguido salir en el desfile! y lucir orgulloso el traje de calzón y chaleco de pana, que en riguroso turno alternábamos con los compañeros reservas, a los que les tocaría salir en la siguiente procesión.


1968. Almuerzo en el cementerio. Todos llevamos lo mismo en la mano: la tradicional torta de San Blas, que nos habían dado por danzar con el "paloteau" en la comitiva que se desplazó al cementerio. Los comensales son: Paco Benítez (sentado arriba), en la fila del centro: a la izda. Antonio García, Enrique Lope, Ricardo Márquez, Pedro Gil, Valentín Mairal y "Pepín". Abajo a la izda. Javier López Hijós, Francisco Orduna y José Mª Tomás


1966. Cantado el himno de Viernes de Mayo  en la puerta del  ayuntamiento. Dirige la banda de Santa Orosia, Miguel Lerma (a la derecha)
Los estudios primero y el trabajo después hicieron que la cita con la fiesta se viera interrumpida. Una ausencia presencial que no impedía vivirla en el interior acordándome de los míos, al tiempo que miraba el calendario para comprobar si, al año siguiente, mi Viernes coincidía con un día de carácter festivo a nivel nacional o con algún puente. Esta forma intermitente de acudir a la fiesta hacía que observara, con gran sorpresa, las continuas transformaciones que iban incorporándose; algunas de las que más me llamaron la atención fueron los torneos medievales,  la aparición de los moros de Elche y la riqueza, variedad  y colorido de los nuevos trajes. Durante estos años, un poco desvinculado de los interiores de la fiesta, el acto que más apreciaba era el momento de cantar el himno, un momento especial y emocionante, que me unía a mis raíces y que me permitía percibir la cara de asombro y admiración de los amigos forasteros a los que en ocasiones invitaba.

2012. Ensayando el himno.                             
Mis amigos preparados
 para cantar el himno


Un himno que todavía, al escucharlo,  me hace recordar al autor de su música: J. Luis Ortega Monasterio, nacido en el seno de una familia con una larga tradición militar. Era capitán (formó parte del núcleo fundador de la Escuela Militar de Montaña), pero con alma de músico, pues en su armario de la academia tenía “más libros de armonía que de táctica”. Compuso en la década de los 50, junto a canciones de inspiración montañera como la de  “ Bello Candanchú”,  la música del himno del Viernes de Mayo declarado y cantado como himno oficial en 1959 e interpretado  con música,  bajo la batuta de Miguel Lerma, en 1961. 


Cantando el himno desde un balcón de la calle mayor  

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 J. L. Ortega Monasterio. Autor de la famosa habanera “El meu avi” y de la música de himno del Viernes de Mayo. En la foto, con el jersey  y  las iniciales EMM (Escuela Militar de Montaña)

Se dio la circunstancia de que en 1973 J. L. Ortega Monasterio, por motivos de su ascenso a Teniente Coronel, llegó de nuevo a Jaca y un amigo común, Arturo Puente, me  presentó a ese militar alto, delgado, bien parecido y de fácil conversación. Los motivos que me condujeron a conocerlo fueron tanto las afinidades políticas como las musicales. Fue un día que no olvidaré nunca. Vivía en la calle de Echegaray este militar-músico que, por aquel entonces, también era el jefe de la UMD  de Aragón en la clandestinidad, una asociación de militares que apostaron y se organizaron para democratizar el ejército. De política se habló poco, más bien nada.


Él era un excelente músico y compositor, autor de 140 piezas (26 habaneras); además de cantante, tocaba la guitarra, el piano y el acordeón. Alrededor de un buen vino, en un mano a mano, empezaron a sonar canciones típicas de la época. No me cantó ninguna habanera, pero recuerdo que entre sus composiciones me llamó la atención otra canción dedicada a Jaca, que muy poco tenía que ver con la música que acompañó, en 1955, a la letra de Eugenio Villacampa Arnal,  cantada por primera vez por el coro de Labradores y Artesanos como colofón en la obra ( también de Villacampa) representada en el Teatro Unión Jaquesa, con la que se compuso el "Himno-Marcha" que reflejaba los hechos de aquella efemérides gloriosa en la que Jaca se vio libre del dominio musulmán.  

 

Esta otra canción se titulaba “El quebrantahuesos”, en ella, de forma irónica, hacía un relato detallado de los rituales y pompa de las procesiones de la ciudad, en la que no faltaba una metáfora para cada uno de los principales protagonistas. ¡Qué pena no haberla grabado¡ Posteriormente, en 1976,  lo arrestaron y, tras un “juicio de honor”, lo encerraron en un Castillo de Cádiz. Desde allí nos carteamos durante seis meses. No hablábamos de política y sí de música, yo le contaba mis andaduras con los recitales y él me informaba de una obra suya musical cuyo protagonista era un objetor de conciencia. Luego fue amnistiado en 1976 y, posteriormente, reintegrado en el ejército en su grado y condición, retirándose como Coronel.

El conde Aznar


Preparación de las “migas”
y de la Costillada. 
Así fueron pasando los años y no me resistí a que mi hijo y mis sobrinos, de bien pequeñitos,  se hicieran la típica foto con el Conde Aznar. Era una manera casi inconsciente de volverlos a “bautizar” o de pasarlos por debajo del “manto”, en este caso capa, para vincularlos con la tradición milenaria del Primer Viernes de Mayo. 

Fieles a la tradición.

Una tradición que, desde que asistí a la conmemoración del 50 aniversario del Instituto Domingo Miral, (en el año 2012), celebro con mis antiguos compañeros de COU a los que, como a tantos jacetanos, las circunstancias han llevado a vivir fuera de Jaca. Ese encuentro nos sirvió para reengancharnos a la fiesta a un grupo de una veintena de antiguos compañeros que, ahora sí,  bajamos en coche para llevar leña, parrillas, costillas etc. y coger un buen sitio a las 8 de la mañana.  Posteriormente, desde el balcón de la calle Mayor de una de mis compañeras, cantamos el himno y nos hacemos nuestro particular “vermout-guateque-sesentero” hasta que el cuerpo aguanta. No creo faltar a la verdad si digo que ahora, más que nunca, ese día es el Gran Día del Año para todos nosotros. Y observo que a eso del “guateque” también se apuntan, con nosotros, algunos de nuestros hijos. ¡Qué tendrán los Viernes de Mayo para los jacetanos! ¿Será Jaca, será el Viernes, será Mayo?... ¡Y la fiesta continúa… !



¡¡Y... LA  FIESTA CONTINÚA!!


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